Un día me cagué en el nihilismo de la Generación X porque a sus hombres les hace más cobardes. Entre traumas propios y los que le dejó en herencia Peter Pan, perdí tiempo, neuronas y coraje.
Me dejé olvidada la naturalidad en una cama que no era la mía, junto a la fuerza para estrellarme todas las veces que hiciera falta y la palabra «fácil».
Tiempo después volví a buscar mis cosas, porque era mías y nadie merece quedarse un instante con esas tres joyas tan esenciales, mucho menos si no sabe apreciar su valor.
Por el camino de mi cama a la suya aprendí a verme más guapa, inteligente, capaz y curiosa que nunca, a sacar las tripas y ponerlas en una hoja para quien las quiera leer, a pintar con la anarquía de cuando era niña y a darle la palabra a quien tiene algo que contar.
También (me) pregunté qué pasaba en el mundo para chocarme con tanto hombre con cara de susto. Viajé entre conversaciones y cervezas, y me han contado que hay tipos que aún se quedan cuando empiezan a arañarles las tripas las mariposas amarillas. Hay ancianos que han escuchado historias de hombres que se arriesgaban a ser vulnerables. También me han susurrado los sabios del lugar que a veces te tropiezas con quien menos lo esperabas y te revoluciona desde la risa a los lunares. Quienes creen, también cuentan que hay personas que te buscan, te piensan, se ponen nerviosos cuando les miras, y que esto no les asusta, les lanza.
Dicen quienes más se exponen que los valientes «habelos, hainos», como las meigas.