Septiembre siempre olió a nuevo.
Podía ser culpa de una tardía flor que abriera sus aromas después del verano, pero no. El olor a nuevo era por la camisa.
Marcel escogía cada septiembre un color vibrante con el que decirle al último mes del verano: «Se tiene que ir terminando la fiesta, vamos a cerrar». Y como siempre se sintió camero, incluso cuando vendía fruta, sacaba la escoba y empezaba a barrer.
Con este ritual en el que no había nada que limpiar pero sí mucho que espantar, le decía a los amores de verano, a la sandía que chorreaba por la sobremesa, al pasear en calzoncillos viejos, o al sudor en la siesta, que por este año la relación se había acabado.
Según Marcel había emociones estacionales o momentáneas, como el espíritu familiar en Navidad y las ganas de amar a otro los domingos. Con el verano le pasaba igual. Solo cuando el sol le abrasaba la calva se permitía enamorarse de ese o de aquella. Era el momento del año en que se abría al vértigo, porque podía apaciguarlo con un baño en el mar o un cuenco de cerezas. O eso decía.
Pero volvió septiembre, la escoba y el fucsia. Desdobló la camisa nueva, la olió. Este color era perfecto para ahuyentar las ganas -«o para llamar la atención de ella», le colaba como idea el subconsciente-. Marcel fingía querer volver a empezar, pero esta vez tenía actitud de buscar un continuar. Si no, el color para barrer el verano y sus amores hubiera sido otro más discreto.
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La pintura es de Nigel Van Wieck, que me encanta.